Sobre un lienzo, tendido,
yace aquel de la boca dulce,
el de los cantos vespertinos,
el de la sonrisa perenne;
yace sobre su espalda bravía,
con sus mares abiertos
de par en par:
en calma, profundos, cristalinos;
sus gráciles miembros de juncos y cañas
reposan livianos,
con la gracia del danzante
que saluda a su público.
¡Qué hermoso luce,
bajo los reflejos
de los dorados haces!
¡Qué gallardía en el porte, presenta!
Los bucles de su cabello
descienden como negras cascadas
y se esparcen en ríos
hacia los confines de la tela,
en un intento de enredarse,
una última vez, traviesos,
entre los dedos de sus devotos amantes.
¡Qué hombría exuda su cuerpo!
¡Qué perfección muestra
su faz cincelada!
En bronce pulido refulge su piel,
esa que tantas veces fue recorrida
con unos labios ansiosos,
la que calentó alcobas,
la que refugió tribulaciones
y vistió edades tempranas;
piel de aire y arena,
de lluvia fresca
y primavera florida,
de sal y ruboroso fuego,
tan rojo
como las amapolas abiertas
sobre su pecho.